Mi nombre es Alizia, y este blog nace de un sueño. El sueño de muchas niñas cuando son pequeñas y quieren convertirse en princesas, cantantes, peluqueras o bailarinas. El mío eran todos (jijijijiji) pero sobre todo... este último.
Cuando tenía seis añitos, rogué a mi madre que me apuntara a la academia de danza recién estrenada de mi colegio. Comenzamos las clases una niña, Carmen (parece mentira pero aún recuerdo el nombre de cada una de mis compañeras, y han pasado más de veinte años) y yo. Nuestra profesora, Chiquis, nos daba clases particulares, hasta que poco a poco fueron inscribiéndose otras niñas, la mayoría alumnas de nuestro propio colegio, cuyas madres las apuntaban como resultado del boca a boca y porque, como muchas madres y padres creen, hay que hacer actividades extraescolares.
Yo vivía aquello como algo excepcional. Me encantaban mis zapatillas rositas de media punta, mis maillots y mis medias. Parecía una "niña mayor" cuando las usaba, y me encantaba mirarme al espejo de clase con mi atuendo.
El día de la primera actuación de fin de curso, cuando ya éramos unas seis alumnas (ah sí, también había un niño, Joaquín, que por circunstancias del machismo social acabó abandonando antes de actuar) me recorrían nervios por todo el cuerpo. Yo ya había actuado antes delante de la gente, como todxs lxs niñxs en la función de navidad mítica, pero ahora era distinto. Bailaba al son de mi instrumento favorito: el piano (nunca sabré si amo el ballet por el piano, o el piano por el ballet, el caso es que los dos me tocan el alma). Bailaba y flotaba con mis relevés y mi mano alta, giraba, danzaba, y hasta juraría que VOLABA.
Tal era la sensación de bienestar, que deseaba con todas mis fuerzas que llegara la clase siguiente para volver a bailar. Pasó ese curso, y el siguiente, y el siguiente. Niñas cada vez más mujeres iban y venían de nuestra aula, y sólo yo permanecí desde su apertura, por lo que me sentía la mejor alumna de la clase, la que más sabía, la que más suerte tenía por haber vivido tanto por allí.
Y luego llegó Sandra. Sandra era vecina del barrio sin yo saberlo. Era como yo, muy alta para su edad y delgada (hablo de nuestros ocho años) y también había hecho ballet en otra escuela. Pronto empezamos a destacar de entre las demás alumnas del grupo (cada vez éramos más y en la misma clase había gente desde 3 hasta 10 años) por nuestra altura y nuestra fuerza en las piernas. Un día, Chiquis nos dijo que nos quedáramos un rato al terminar la clase. Cuando nuestras compañeras se marcharon, empezaron a entrar chicas mayores y señoras como mi madre (que por entonces rozaba los cuarenta) y todo dio un giro. Sandra y yo nos quedamos a ver la clase y me enamoré (hoy día creo que literalmente jajaja, quien me conoce sabe por qué lo digo : P) de Almudena. Tenía unos dieciocho años, era rubia, guapa y torneada, con una sonrisa muy graciosa. Yo sólo me fijaba en ella al verla bailar, quería ser como ella, TENÍA que ser como ella.
Durante el transcurso de la clase, Almudena sacó de la bolsa unas zapatillas de punta (las primeras que había visto yo en mi vida sin que fuera en la tele) y comenzó a hacer los ejercicios sobre ellas, mientras las otras chicas y señoras trabajaban en demi pointe (zapatillas de ballet sin punta). Acababa de descubrir que eso que siempre dibujaba y a lo que jugaba con mi Barbie bailarina no era un sueño!!!! Era posible, y una chica sólo unos años mayor que yo me lo estaba demostrando delante de mis narices : D
Desde ese día, Sandra y yo entrábamos dos horas más tarde, y dábamos clase con "las mayores". La ventaja era que nos permitía ir más acordes con nuestra evolución en clase sin repetir mil veces los pasos del grupo de las peques, y la desventaja... que sólo hacíamos una hora de ballet, de la cual la mitad eran ejercicios dolorosos en suelo. La otra hora se dedicaba a bailar danza española, jota, sevillanas y todo tipo de actividades relacionadas (zapateado, castañuelas, etc).
A mí este ritmo no me convencía mucho, pero en unos meses Chiquis nos dijo a Sandra y a mí que ya estábamos preparadas para usar puntas. RECUERDO PERFECTAMENTE el día que fui con mi madre a la tienda Maty del centro (especializada en ropa de espectáculos y danza de todo tipo, creo que aún existe) y toqué por primera vez mis Chacotte. No me lo creía. Era diciembre de no sé que año, y eran mi regalo de reyes. Chiquis nos había advertido que no se nos ocurriera usarlas fuera de clase, por riesgo obvio de lesiones (seguíamos teniendo diez añitos) pero esa advertencia para una niña que no pensaba en otra cosa era tan estúpida como decir a un bebé que no se lleve algo a la boca en su fase oral.
Llegó el seis de enero. Abrí mi regalo de reyes. Me lo puse. Me miré al espejo sentada desde todos los ángulos. Me puse en puntas (qué pena que no existieran las cámaras de fotos digitales en aquella época para mostraros la foto que hubiera hecho. Y mi cara de felicidad.) y descubrí que no quería bajarme de allí en la vida.
Así pasaron dos años, entre zapatos de tacón con clavos para el flamenco y suaves zapatillas de raso destrozadas por la punta. Tras las Chacotte, mis nuevas Repetto, de nivel superior y más suaves, porque la técnica ya estaba casi dominada. La verdad que llegada a aquel punto, las clases de ballet apenas me aportaban nada. No aprendíamos muchas cosas nuevas, y las mujeres de clase que no usaban puntas sólo querían que llegara la parte del flamenco etc. Yo pasaba más tiempo en puntas dentro de casa que en la academia. Y llegó el fatídico día.
Como si de una señal del destino se tratara, un esguince de muñeca (con lesión oculta en el codo) me mantuvo unas semanas alejada de mi ballet, aunque seguía calzando mis puntas (tengo fotos -analógicas- jajajaj que lo demuestran). Cuando me quitaron la escayola algo no iba bien en mi brazo izquierdo: no podía extenderlo en su totalidad.
Fui con mi santa madre por todo Madrid, a mil sitios diferentes, para rehabilitarme el codo. Me hacían de todo: baños en parafina ardiendo, masajes, cremas, ejercicios... DE TODO. Pero eso no iba para adelante.
Un día, mi doctora me dijo -nótese la delicadeza, y la ironía- que aunque me colgara de un puente agarrada sólo de ese brazo, no lo podría estirar jamás como antes.
Algo negro nubló mi mundo a partir de ese momento. Dejé el ballet, frustrada un poco por eso y otro tanto por el aburrimiento y estancamiento de las clases. Poco después, el colegio quebró económicamente y cerraron tanto las clases como la academia de baile. (Ahora son pisos.)
Esto fue cuando tenía entre 12 y 13 años.
A día de hoy tengo 29. Y la pasión SIGUE en mis próximas entradas.






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